Había una vez, en un lugar tan real como el
WiFi que se va justo cuando haces una videollamada importante, un líder llamado
Esteban. No lo llamaban jefe, ni gerente, ni director. Se hacía llamar El
Capitán Estrategia. Sí, con mayúsculas, y sí, se lo había puesto él solo.
Esteban no usaba traje y corbata. Él prefería
una capa roja que arrastraba por los pasillos de la empresa, como si en
cualquier momento fuera a despegar hacia el éxito empresarial a fuerza de
marketing motivacional y discursos de espejo. Su oficina tenía una silla
giratoria que usaba como trono, una taza con la frase “CEO of Saving the Day”,
y un espejo donde practicaba sus discursos épicos al estilo de “300”, pero con
presupuesto de sitcom.
La empresa que lideraba Esteban era una
desarrolladora de software que había sido pionera en apps educativas. Tenían
talento, ideas frescas y un equipo que en sus inicios trabajaba con pasión.
Pero con el tiempo, el Capitán Estrategia empezó a actuar más como un
superhéroe de historieta que como un verdadero líder.
Mientras los desarrolladores solucionaban bugs
imposibles, él daba charlas motivacionales sobre “creer en uno mismo”
sin entender una sola línea de código. Cuando un cliente importante se quejaba,
Esteban no escuchaba al equipo. Bajaba desde su oficina con la capa al viento,
sonriendo, y decía: “Yo me encargo, mis valientes. ¡Esto lo soluciono yo
solito!”
Claro, como si la crisis fuera un dragón y él
pudiera derrotarla con una presentación de PowerPoint llena de gifs animados.
Un buen día, una de las apps más importantes
de la empresa falló en pleno lanzamiento. No era un error menor: los
estudiantes no podían acceder a sus clases, los padres estaban furiosos, y en
redes sociales la empresa ardía como si hubieran insultado a una estrella del
pop coreano.
Era el momento de activar protocolos serios:
investigar el error, hablar con los clientes, coordinar con soporte técnico…
Pero Esteban no escuchó a nadie. Con una sonrisa confiada y la capa recién
planchada, salió en un video en vivo diciendo:
"Queridos usuarios, no se preocupen. ¡Yo mismo reprogramaré el sistema
esta noche! Porque en esta empresa, ¡los problemas no nos detienen!"
¿El problema? Esteban no sabía programar ni
una cafetera.
¿El resultado? El sistema colapsó aún más, y accidentalmente borró la base de
datos de varios usuarios. Cientos de estudiantes perdieron su historial
académico. En vez de salvar el día, el Capitán Estrategia se convirtió en el
villano de su propia historia.
El equipo ya no hablaba de “reuniones” sino de
“misiones imposibles”. Las juntas eran un desfile de excusas del Capitán, que
explicaba sus errores con frases tipo:
- “Los grandes líderes toman riesgos, incluso si explotan todo en el
camino.”
- “La reputación es solo percepción. La percepción se puede hackear
con carisma.”
Spoiler: no se puede.
El equipo comenzó a apagarse. Las ideas
dejaron de fluir, los clientes comenzaron a irse, y la empresa, que alguna vez
fue innovadora, se convirtió en un meme corporativo:
“¿Quieres destruir tu marca? ¡Contrata al
Capitán Estrategia!”
Un día, llegó una carta. No un mail. Una carta
real, de esas que tienen olor a honestidad y gramática bien cuidada. Era de un
cliente que había confiado en la empresa desde sus inicios. Decía:
“Queríamos trabajar con ustedes, pero sentimos
que su líder busca protagonismo más que soluciones. Lo que necesitamos no es un
superhéroe, sino un capitán.”
La carta circuló por la oficina. Nadie la
comentó en voz alta, pero todos la leyeron. Esteban también.
Esa noche, por primera vez, no se puso la
capa. Bajó a la sala de servidores, no para reprogramar, sino para escuchar. Se
sentó con el equipo de desarrollo, tomó notas, y pidió ayuda. No gritó, no
sonrió de manera falsa, no hizo poses heroicas. Solo dijo:
—“Necesito entender qué hice mal. Y quiero corregirlo.”
Los primeros días fueron raros. El equipo no
sabía si era una broma. Pero Esteban comenzó a cambiar. Pidió formación técnica
básica, trajo un facilitador de gestión de crisis, y creó un comité donde cada
miembro del equipo tenía voz en las decisiones. Incluso organizó una sesión de
disculpas con los clientes. Sin capa, sin escudo, solo un traje sencillo y
humildad.
Esteban aprendió algo fundamental:
Un líder no es el que más brilla, sino el que
mejor refleja la luz del equipo.
Ser un buen líder no consiste en ponerse la
capa en cada problema, sino en entregar el timón cuando hay tormenta y dejar
que quienes conocen el mapa guíen el rumbo. Porque una crisis de reputación no
se soluciona con discursos épicos, sino con acciones claras, humildes y
compartidas.
¿Y la capa?
La capa roja terminó enmarcada en la oficina,
con un cartel que decía:
“Prohibido usar en emergencias reales.”
Cada vez que alguien nuevo se unía a la
empresa y preguntaba por el cartel, los veteranos contaban la historia con
risas y orgullo. Porque aquella crisis —que casi los hunde— se convirtió en el
momento que redefinió su cultura.
Desde entonces, Esteban no fue más el Capitán
Estrategia. Fue simplemente Esteban, el tipo que aprendió que liderar es guiar,
no deslumbrar.
Muchos líderes sufren del “Síndrome del
Superhéroe Corporativo”. Creen que su trabajo es rescatar, cuando en realidad
es escuchar. Imaginan que el liderazgo es un escenario, no una brújula.
Y en momentos de crisis, el ego mal gestionado
es como gasolina: puede parecer que da energía… hasta que todo explota.
¿Cómo manejar una crisis de reputación como un
verdadero líder?
- Apaga la capa: No necesitas ser el
protagonista. El equipo es el verdadero héroe.
- Escucha antes de actuar: La
velocidad sin dirección solo acelera el desastre.
- Reconoce errores con humildad: Un
“me equivoqué” vale más que cien excusas.
- Involucra al equipo: Las
soluciones sostenibles son construidas, no impuestas.
- Habla con los afectados, no solo a los afectados: Humaniza tu marca, no la idealices.
Porque al final, lo que una empresa necesita
en una crisis no es un salvador volador, sino un capitán que sepa leer las
estrellas, confiar en su tripulación… y guardar la capa en el armario.
La reputación de una empresa es como una torta
de cumpleaños: se construye con cuidado, se adorna con cariño, y puede
arruinarse con una mala cuchillada de ego. Mejor sé el que reparte las
porciones con sabiduría… y no el que llega con capa queriendo soplar todas las
velas solo.
