Todo comenzó un lunes, ese tipo de lunes que ya
llega con olor a desastre. La sala de reuniones estaba llena: ocho personas,
ocho agendas distintas y cero intención de ceder. Si aquel equipo fuera una
orquesta, todos habrían tocado en diferentes tonalidades, sin director, sin
partitura, y con varios músicos intentando hacer solos al mismo tiempo.
Pero no. Éramos una empresa de desarrollo de
software y teníamos que lanzar un nuevo producto en 45 días. Un calendario
apretado, expectativas altísimas y una reputación que colgaba de un hilo tan
delgado como la paciencia del cliente.
Lo que ocurrió a
continuación fue digno de un parque de atracciones: cada integrante del equipo
se convirtió en un auto de choque sin volante.
Si alguna vez fuiste a una feria y subiste a
los autos de choque, recordarás esa sensación de libertad (mal entendida) en la
que puedes ir a toda velocidad directo contra cualquiera, sin preocuparte por
las consecuencias. Así operábamos nosotros: cada uno en su
propia dirección, acelerando sin mirar, chocando con los demás creyendo que eso
era avanzar.
El gerente de producto
quería una cosa, el diseñador otra, los desarrolladores tenían su propio plan
oculto, y el de marketing… bueno, ese hablaba en memes. Literal.
El problema es que,
como en los autos de choque, si nadie dirige ni alinea, no hay progreso real.
Solo caos, colisiones y muchas excusas.
La dirección finalmente intervino. No con
gritos, ni con despidos. Llegó con algo aún más intimidante: una
pizarra blanca y una sonrisa incómodamente pacífica. Dijo algo
que todavía resuena en mi mente:
"Un equipo sin
visión común es como un enjambre de moscas intentando salir por la misma
ventana: todos terminan golpeándose contra el vidrio."
Nos sentó a todos, hizo
que escribiéramos nuestras prioridades en post-its y luego, con precisión
quirúrgica, nos mostró cómo cada uno estaba empujando el proyecto en
direcciones opuestas. Era un desastre que se podía oler desde
Marte.
Lo que parecía una sesión de terapia grupal
empresarial se convirtió en un momento de iluminación colectiva. Como si de
pronto hubiéramos encontrado el volante de nuestros autos de choque.
Se tomaron decisiones.
Se estableció una hoja de ruta única. Y, lo más importante, se nombró a un
“director de tráfico”: alguien que revisaría cada propuesta, validaría su
alineación con los objetivos generales y evitaría que volviéramos a chocarnos
sin sentido.
Porque, como nos dimos
cuenta, un
equipo sin dirección puede destruir hasta la mejor idea. No por
falta de talento, sino por exceso de egos sin sincronía.
Durante ese caos, un medio de comunicación
filtró que nuestro proyecto estaba en riesgo. El daño fue inmediato. Clientes
preocupados, rumores en redes sociales, y el CEO sudando más que un político en
debate.
Aquí es donde entra la
gestión de crisis.
Se designó a una vocera
oficial. Se redactaron comunicados claros, honestos, sin maquillaje. Se
admitieron errores, se prometieron soluciones, y –sorpresa– se cumplieron los
plazos, aunque con ojeras colectivas.
La
reputación se salvó no por esconder el desastre, sino por mostrar cómo lo
enfrentamos.
Porque en tiempos de redes sociales, la transparencia no es una opción, es un
salvavidas.
Salimos del proyecto un poco más sabios,
bastante más unidos, y con la convicción de que dirigir bien un
equipo es más difícil que programar en Cobol un domingo de resaca.
Hoy cada uno tiene su
propio volante, pero miramos el mismo mapa. Nos reímos del pasado, no porque no
doliera, sino porque reconocemos que a veces, hay que
estrellarse para aprender a conducir.
Esta historia es divertida, sí. Pero también es
una lección para cualquier empresa, grande o pequeña:
·
Sin dirección, no hay
destino. Solo choques.
·
La reputación no se
pierde por el error, sino por cómo se maneja el error.
·
Y una crisis bien
gestionada puede convertirse en el mejor argumento para ganar confianza.
Así que, la próxima vez que notes que tu equipo
parece un desfile de autos de choque, detente, busca el volante y asegúrate de
que todos vean hacia el mismo lado. Porque, si no lo haces,
terminarás donde empezaste: en medio del humo, los gritos… y una pizarra blanca
con muchas caras tristes.
