Dicen que los proyectos son como los cohetes:
espectaculares al despegar, impresionantes en su potencia inicial, pero también
peligrosos si alguien se olvida de monitorear los controles durante el viaje. Y
como suele pasar, la historia que te voy a contar no sucedió en la NASA, sino
mucho más cerca, en un barrio común y corriente, donde un grupo de amigos
decidió embarcarse en una aventura que —aunque no involucraba astronautas de
verdad— terminó siendo la metáfora perfecta de lo que significa gestionar (o no
gestionar) una crisis de reputación.
Todo comenzó un domingo cualquiera. Andrés, un
muchacho entusiasta y algo exagerado en sus planes, decidió que sería buena
idea construir un cohete casero para impresionar a su vecindario. No quería
conformarse con lanzar un simple globo; no, él apuntaba a la luna… o por lo
menos al techo más alto de la cuadra.
Convenció a sus amigos
—Sofía, Jorge y Daniela— con la frase que ha arruinado miles de proyectos:
“¿Qué puede salir mal?”
La idea prendió como
chispa en pasto seco. En pocos días, habían juntado botellas de gaseosa, cinta
adhesiva, cartón, bicarbonato, vinagre y hasta unas luces navideñas para
hacerlo “más profesional”.
El día del lanzamiento,
todo estaba listo. La mitad del barrio se reunió a mirar. Andrés, con gafas de
sol como si fuera un ingeniero espacial de la NASA, contó:
—“Tres, dos, uno… ¡ignición!”
Y sí, el cohete salió
disparado. Subió, brilló, dejó a todos con la boca abierta. Parecía un éxito
absoluto. Pero había un detalle: nadie se había preocupado por lo que venía
después. ¿Dónde iba a caer? ¿Cómo controlar el aterrizaje? ¿Qué pasaría si terminaba
atravesando la ventana de la señora Clara, la vecina más chismosa del barrio?
El cohete, como era de esperarse, no obedeció a
ningún plan de vuelo. Tras un breve y glorioso ascenso, cayó estrepitosamente
en el patio de Don Ernesto, el vecino cascarrabias que odiaba el ruido, las
travesuras y, sobre todo, a Andrés.
El estruendo fue digno de una película. El
“pionero espacial” vio cómo, en segundos, su reputación se estrellaba más
rápido que su invento.
Don Ernesto salió
furioso, con el cohete chamuscado en la mano y la cara más roja que un semáforo:
—“¡Esto es un desastre! ¡Un peligro! ¡Voy a
llamar a la municipalidad! ¡Y al noticiero, si hace falta!”
En ese instante, Andrés aprendió la primera
gran lección de la gestión de proyectos: no basta con lanzar un cohete; hay que
acompañarlo, controlarlo y, sobre todo, saber aterrizarlo.
Mientras Ernesto gritaba, Sofía susurró con
sabiduría:
—“Esto es como un negocio, Andrés. No es suficiente tener un gran inicio si
luego no sabes qué hacer cuando las cosas se complican.”
Pero Andrés, nervioso,
intentó minimizar la situación:
—“Vamos, no fue tan grave, ¡era solo un cohete de juguete!”
Error garrafal. Ese es
el equivalente empresarial de decir: “Nuestros clientes exageran, no pasa
nada”. Y claro que pasa. Porque, aunque para ti sea un “detalle menor”, para el
público puede convertirse en una catástrofe que destruye tu reputación.
El rumor corrió más rápido que el propio
cohete. En menos de media hora, todo el vecindario sabía que Andrés había
puesto en riesgo a Don Ernesto. Y como suele ocurrir, cada versión era más
dramática que la anterior:
·
Que
el cohete casi explotó.
·
Que
pudo haber incendiado la casa.
·
Que
el perro de Ernesto ahora sufría trauma acústico.
Lo que en realidad fue una travesura graciosa,
en la narrativa pública ya era un desastre mayúsculo.
Aquí entra el verdadero aprendizaje. Andrés
tuvo dos caminos:
1.
Reconocer el error,
disculparse y proponer una solución.
2.
Ignorar el problema,
minimizarlo y esperar que se olvide solo.
Adivina cuál eligió… Sí, el número 2.
Mientras Don Ernesto lo
señalaba como un peligro público, Andrés solo decía:
—“Bah, mañana nadie se va a acordar de esto.”
Pero la realidad es que
las crisis de reputación no desaparecen solas. Al contrario, se alimentan del
silencio y la arrogancia.
En el mundo empresarial, esto equivale a una
marca que, ante una queja viral en redes sociales, decide no responder porque
“seguro mañana la gente hablará de otra cosa”. El problema es que, para los
clientes, ese silencio se interpreta como desinterés, falta de responsabilidad
o, peor aún, culpabilidad.
Cuando todo parecía perdido, Sofía decidió
tomar el control de la misión. Se adelantó, habló con Don Ernesto y, con una
mezcla de diplomacia y humor, le explicó que el cohete no había sido un ataque,
sino un experimento fallido de unos soñadores de barrio.
Le llevó una torta (comprada de apuro en el
súper, porque ya dijimos que no hablaríamos de panaderías 😅), y lo invitó a supervisar el próximo “lanzamiento”, esta
vez con todas las medidas de seguridad.
Ese simple gesto cambió el rumbo de la
historia. Ernesto, al sentirse escuchado y tomado en cuenta, pasó de enemigo
furioso a aliado vigilante. Ahora se convirtió en el “control de misión”
oficial de los lanzamientos. Y lo mejor: fue él mismo quien empezó a contar en
el barrio la anécdota, pero desde un ángulo divertido, quitándole peso al
escándalo inicial.
La moraleja es clara: un proyecto puede
ser un cohete espectacular, pero si no controlas su trayectoria, puede acabar
en el patio equivocado y arruinar tu reputación.
En el mundo de los negocios, las marcas suelen
ser como Andrés: brillantes en la idea inicial, entusiastas en el despegue,
pero ciegas ante los riesgos del aterrizaje. Y cuando la crisis llega, muchos
cometen el error de esconder la cabeza, esperando que el problema desaparezca.
Lo cierto es que la gestión de crisis no es
opcional: es parte esencial de cualquier proyecto serio. Significa anticiparse
a los problemas, escuchar a los afectados, responder con transparencia y
convertir un error en una oportunidad para fortalecer la confianza.
Si Sofía no hubiese
intervenido, Andrés habría quedado marcado para siempre como “el chico
irresponsable del cohete”. Pero gracias a un manejo oportuno y humano, la
historia terminó siendo una anécdota graciosa que, incluso, aumentó la simpatía
del vecindario hacia el grupo.
El proyecto de Andrés nunca llegó a la luna,
claro está. Pero lo importante no es eso. Lo importante es que aprendió que los
cohetes (y los negocios) no se tratan solo del lanzamiento, sino de la
capacidad de controlar la trayectoria y gestionar los imprevistos.
Porque en la vida real,
un
mal manejo de crisis puede dejarte varado en el espacio del olvido,
mientras que una buena gestión puede convertir un accidente en un trampolín
hacia nuevas oportunidades.
Al final, todos en el barrio recordaron el
episodio no como el fracaso de un cohete, sino como la historia divertida que
enseñó la importancia de asumir errores, escuchar a los demás y aterrizar con
gracia después de cualquier tropiezo.