PRECIOS EXAGERADOS

Había una vez un señor llamado Don Eustaquio, dueño orgulloso de una ferretería rural llamada El Tornillo Feliz. El nombre no era casual: Eustaquio creía que todo problema se resolvía con una buena rosca. Tenía tornillos, tuercas, clavos, martillos, y hasta abrazaderas que, según él, “abrazaban mejor que su suegra en Navidad”.

 

Pero un día, Eustaquio decidió que su negocio merecía una transformación. “¡Basta de precios bajos! ¡Esto tiene que parecer boutique industrial!”, exclamó mientras se ajustaba el cinturón como si fuera CEO de Silicon Valley. Subió los precios de todo: los clavos pasaron de costar 100 guaraníes a 1.500, los martillos tenían etiquetas que parecían facturas de cirugía estética, y hasta las abrazaderas —esas que antes costaban menos que un café— ahora venían con “valor emocional agregado”.

Y ahí empezó el desastre.

 

Un cliente habitual, Don Ramón, entró buscando una abrazadera para arreglar el caño del baño. Al ver el precio, soltó un grito que hizo temblar los estantes: —¡¿Mil quinientos por esto?! ¡Pero si parece un anillo de plástico con complejo de pulsera!

Eustaquio, con tono doctoral, respondió: —Es que ahora ofrecemos experiencia de compra premium. Esta abrazadera no solo aprieta el caño, también aprieta el alma.

 

Ramón se fue sin comprar nada. Y no fue el único. En una semana, las ventas cayeron más rápido que tornillo sin tuerca. Los vecinos empezaron a llamar al local El Robo Feliz. En redes sociales, alguien publicó una foto de una abrazadera con el texto: “Más cara que mi divorcio”. Viral. Doloroso. Real.

 

Eustaquio, que hasta entonces pensaba que “reputación” era el nombre de una herramienta alemana, se dio cuenta de que algo andaba mal. Su ferretería, que antes era punto de encuentro y confianza, ahora era objeto de memes y burlas. La crisis no era solo económica, era emocional. La gente no se sentía estafada por el precio, sino por la falta de respeto.

 

Porque un precio, como bien dice el dicho, es como un abrazo: si aprieta demasiado, espanta. Y Eustaquio había dado abrazos con fuerza de boa constrictora.

 

Desesperado, Eustaquio hizo lo que todo emprendedor en crisis debería hacer: escuchar. Se sentó en la plaza del pueblo con una libreta y empezó a preguntar a los vecinos qué esperaban de su ferretería. Las respuestas fueron simples:

·         “Que no me cobres como si el tornillo fuera de oro.”

·         “Que me expliques por qué algo cuesta lo que cuesta.”

·         “Que me trates como cliente, no como cajero automático.”

 

Entonces, Eustaquio bajó los precios. Pero no solo eso. Puso carteles explicativos:

“Este martillo cuesta más porque tiene mango reforzado. Ideal para suegras difíciles.” “Esta abrazadera viene con garantía de no soltar el caño ni el corazón.”

 

Y lo más importante: creó una sección llamada El rincón del vecino, donde cada semana explicaba el uso de una herramienta con ejemplos cotidianos. Un día enseñó cómo usar una llave inglesa para abrir una tapa de frasco rebelde. Otro día, cómo un nivel de burbuja puede salvar matrimonios al colgar cuadros rectos.

 

La gente volvió. No por los precios, sino por la confianza. Porque entendieron que el valor no está solo en el producto, sino en la relación.

 

La historia de Eustaquio es divertida, sí. Pero también es una lección poderosa sobre gestión de crisis de reputación. Aquí van los aprendizajes clave, envueltos en metáforas para que se queden pegados como cinta de doble faz:

 

1. Un precio sin contexto es como un chiste sin remate

Si no explicás el valor, el cliente solo ve el número. Y si el número parece un robo, la reputación se convierte en víctima.

 

2. La reputación es como una pared recién pintada

Un error puede dejar una mancha que todos ven. Pero si sabés cómo limpiarla —con humildad, escucha y acción— podés volver a pintar y hasta mejorar el diseño.

 

3. La crisis es como una llave inglesa

Puede parecer incómoda, pero si la usás bien, ajusta lo que estaba flojo. Las crisis bien gestionadas fortalecen la marca más que cualquier campaña publicitaria.

 

4. El cliente no compra solo productos, compra historias

Cuando Eustaquio empezó a contar historias, la ferretería dejó de ser un local y se convirtió en una experiencia. Y eso, amigo lector, no tiene precio (o sí, pero uno justo).

 

La anécdota de El Tornillo Feliz nos recuerda que el precio no es solo una cifra: es una promesa. Si esa promesa se rompe, la reputación se resquebraja. Pero si se honra —con transparencia, empatía y humor— puede convertirse en el mejor activo de una marca.

Así que la próxima vez que pienses en subir precios, recordá a Eustaquio. Y preguntate: ¿Estoy dando un abrazo que reconforta o uno que espanta?