EL DIRECTOR QUE IGNORÓ A SU EQUIPO

 

Todos hemos tenido ese día en el que decidimos que, como jefes en nuestra propia cocina, íbamos a preparar la mejor cena del año. Imaginemos la escena: es sábado por la mañana y te despiertas lleno de energía. Hoy es el día en el que te convertirás en un chef de renombre. Abres el refrigerador, eliges los ingredientes sin preguntar a nadie, porque, ¿quién necesita opiniones cuando tú tienes un plan maestro, verdad?

El menú es ambicioso: un risotto de hongos exóticos, una ensalada digna de Instagram y, para el toque final, un soufflé de chocolate. Todo va sobre ruedas... o eso crees. Mientras cortas, mezclas y pruebas, comienzas a notar ciertas miradas de reojo. Tu pareja y tus amigos, que siempre cocinan contigo los sábados, están en la sala, pero esta vez nadie se ha ofrecido a ayudar. ¿Por qué? Porque hoy decidiste que no necesitabas su opinión ni su apoyo. Después de todo, tú eras el chef.

Terminas la cena, la sirves con orgullo, y al ver sus caras, te das cuenta de que algo salió mal. El risotto está demasiado salado, la ensalada tiene una mezcla de ingredientes que no pega y el soufflé… bueno, nunca se infló. Todo porque decidiste que tú solo tenías todas las respuestas.

Algo similar ocurre en las oficinas y empresas cuando un director o líder se olvida de que el equipo no está allí solo para seguir órdenes, sino para contribuir con ideas, perspectivas y habilidades que, al combinarse, llevan a mejores resultados. Como en la cocina, un equipo bien coordinado y escuchado es clave para crear platos exquisitos o, en este caso, proyectos exitosos.

 

Tomemos la historia de Carlos, el director de una empresa tecnológica que estaba tan convencido de tener la solución a todos los problemas que, durante meses, decidió no incluir a su equipo en las decisiones estratégicas. "No necesito un comité para todo", solía decir. "Alguien tiene que tomar las decisiones aquí, y ese soy yo".

Carlos, como el chef de nuestra historia, ignoró las señales. No escuchaba a su equipo, no permitía que las ideas fluyeran, y poco a poco, lo que antes era un grupo motivado y creativo, se fue apagando. Sus empleados se sentían desconectados, y la moral cayó. ¿Por qué esforzarse si, al final del día, ninguna de sus aportaciones era tomada en cuenta? Así como el soufflé que nunca se infló, el rendimiento del equipo se desplomó.

El liderazgo participativo, o el acto de involucrar al equipo en la toma de decisiones, no solo mejora el ambiente laboral, sino que incrementa la creatividad y la motivación. Las personas rinden más cuando se sienten escuchadas y valoradas. Es la misma lógica que aplica a esa cena fallida: si hubieras pedido ayuda, seguramente habrían notado que el risotto necesitaba menos sal o que la ensalada necesitaba un poco más de cohesión en los ingredientes.

 

Uno de los mayores beneficios del liderazgo participativo es que crea un sentido de pertenencia. Imagina estar construyendo algo, pero sentir que solo eres una pieza decorativa en el proceso. Es frustrante. Los empleados que no tienen voz en las decisiones de su empresa terminan sintiéndose exactamente así: irrelevantes.

Los estudios muestran que cuando los empleados sienten que sus opiniones son valoradas, están más comprometidos y motivados. Según una encuesta realizada por Gallup, las empresas con altos niveles de participación de los empleados tienen un 21% más de rentabilidad. Esto no es casualidad. Las ideas fluyen mejor cuando todos sienten que pueden contribuir y ser escuchados. Es como tener a tu equipo de cocina: cada uno sabe lo que hace mejor, y juntos crean una comida inolvidable.

En la empresa de Carlos, todo comenzó a cambiar cuando un día, en una reunión particularmente tensa, uno de los empleados más antiguos, Susana, levantó la mano. "Carlos, ¿alguna vez has pensado en preguntar al equipo qué es lo que realmente necesitamos hacer para mejorar?". Todos se quedaron en silencio. Para sorpresa de todos, Carlos bajó la guardia. Después de unos segundos, asintió y dijo: "Tienes razón".

A partir de ese momento, Carlos implementó reuniones semanales donde cualquier miembro del equipo podía presentar ideas. También creó grupos de trabajo para proyectos específicos, donde cada integrante tenía voz y voto. Los resultados no se hicieron esperar: el ambiente mejoró, las ideas frescas comenzaron a surgir y, lo más importante, el equipo volvió a confiar en su líder.

 

La historia de Carlos no es única. Muchas empresas, equipos deportivos y organizaciones pasan por esta fase donde el líder olvida que, sin un equipo comprometido, los resultados nunca serán los mejores. El liderazgo participativo, como la buena cocina, no es cuestión de imponer recetas, sino de trabajar juntos, de experimentar, corregir y celebrar los logros en equipo.

Una lección clave que podemos extraer de esta anécdota es que liderar no es sinónimo de controlar. Un buen líder sabe cuándo guiar y cuándo escuchar. Es la combinación de ambas habilidades lo que realmente lleva a los mejores resultados. En lugar de imponer una visión cerrada, el líder participativo es aquel que entiende que las mejores ideas suelen venir de la diversidad de opiniones.

Para quienes están en posiciones de liderazgo, ya sea en una empresa, en una organización sin fines de lucro o incluso en el ámbito familiar, el mensaje es claro: nunca subestimes el valor de escuchar a quienes te rodean. Al final del día, lo que hace que un proyecto o una cena sea memorable no es solo la visión del chef, sino la colaboración de todos los que están en la cocina.