COMUNICACIÓN

 

Había una vez una pequeña empresa que fabricaba bicicletas. Era una empresa familiar que había crecido lo suficiente como para que sus departamentos comenzaran a especializarse: diseño, producción, ventas y atención al cliente. Cada uno tenía su espacio en la oficina, sus reuniones por separado y, lo que parecía más eficiente, su propia manera de trabajar.

El equipo de diseño tenía una sala llena de pizarras con bocetos, y el encargado, Tomás, era un hombre creativo al que le gustaba explorar nuevas formas, colores y materiales para las bicicletas. El equipo de producción, dirigido por Marta, era práctico y orientado a la eficiencia: su lema era "hagamos lo que funcione, rápido y bien". Mientras tanto, el equipo de ventas estaba siempre enfocado en cerrar tratos y ofrecer promociones atractivas, y el equipo de atención al cliente simplemente lidiaba con las quejas y los pedidos de los usuarios sin que nadie les prestara mucha atención. Todo parecía ir bien, al menos desde la perspectiva de cada uno… hasta que las bicicletas empezaron a fallar.

Un día, un cliente importante llamó, muy molesto, porque la última tanda de bicicletas que había recibido estaba llena de problemas. Algunas venían con colores diferentes a los pedidos; otras, con los pedales sueltos, y para colmo, la atención al cliente le había asegurado que todo estaba en perfectas condiciones, sin ni siquiera hablar con producción.

¿Qué estaba pasando? Era como si la empresa fuera una orquesta en la que cada músico tocaba una pieza diferente. Y, aunque individualmente eran talentosos, en conjunto estaban creando un desastre.

El problema de esta pequeña empresa era que cada departamento trabajaba de manera independiente, sin hablar entre ellos. Cada uno estaba convencido de que su trabajo era el más importante, y lo que hacían los demás no les concernía. Así, diseño lanzaba nuevos modelos con características novedosas sin avisar a producción, que luego se encontraba luchando para armar bicicletas con piezas que no conocía ni tenía a mano.

Por su parte, ventas prometía características exclusivas a los clientes (como colores personalizados o ajustes en la altura del manillar) sin consultar si producción tenía los recursos para hacer esos cambios. Y cuando el cliente, furioso, llamaba para quejarse, atención al cliente estaba completamente en la oscuridad, porque no sabían qué se había prometido o por qué la producción no había podido cumplir con los pedidos.

Este tipo de descoordinación es como cuando decides hacer una cena en casa y cada persona lleva un plato sin saber qué traen los demás. Terminas con tres ensaladas, pero sin plato principal ni postre. Cada uno hizo lo que creía que debía hacer, pero como no se comunicaron entre ellos, el resultado final fue desastroso.

Una de las anécdotas más recordadas dentro de la empresa fue el día en que entregaron una bicicleta de montaña pintada de un rosa fluorescente brillante. Todo comenzó cuando el equipo de ventas, en su afán de cerrar un trato, prometió al cliente que podía elegir cualquier color que quisiera para su bicicleta personalizada. El cliente, encantado, pidió algo “exclusivo”, y ventas decidió ofrecerle un tono llamativo para que su bicicleta destacara.

El problema es que ventas nunca avisó a diseño, que ya había programado un lote con colores más neutros, ni a producción, que no tenía la pintura especial en su inventario. Cuando llegó la solicitud de la bicicleta rosa, diseño la envió sin más detalle a producción, quienes, confundidos, intentaron recrear el color improvisando con lo que tenían. El resultado fue una bicicleta tan brillante que podía verse desde el espacio. El cliente, claro, estaba horrorizado.

Ese incidente, además de ser motivo de risas incómodas en las reuniones de la empresa, fue una llamada de atención: el trabajo en silos estaba afectando gravemente el resultado final. Lo que comenzó con una simple promesa de ventas, se convirtió en un caos de improvisación y falta de comunicación. Al final, la bicicleta fue devuelta, el cliente se fue a la competencia, y la empresa perdió una venta importante.

Para entender mejor lo que pasa cuando los equipos trabajan en silos, imaginemos que tienes un rompecabezas gigante, pero en lugar de armarlo entre todos, decides repartir las piezas entre diferentes personas. Cada uno arma su parte sin mirar lo que los otros están haciendo. ¿El resultado? Al final, aunque cada persona tenga algunas piezas bien colocadas, el conjunto no encaja. Las esquinas no se alinean, faltan piezas clave y el resultado es un desastre.

Eso mismo le pasó a la fábrica de bicicletas. Cada departamento estaba tan enfocado en su pequeña parte del "rompecabezas" que se olvidaron de ver el cuadro completo. Y al final, los clientes, que solo veían el producto final, notaban que las cosas no encajaban.

Cansado de los problemas constantes, don Ernesto, el dueño de la fábrica, decidió tomar cartas en el asunto. Convocó una reunión con todos los departamentos y planteó la situación con una simple pregunta:

—¿Por qué, si todos estamos haciendo lo que creemos correcto, el resultado es tan malo?

Los empleados se miraron entre sí. La respuesta era obvia: cada uno trabajaba por su cuenta, sin comunicarse. Nadie sabía lo que el otro estaba haciendo, ni cómo encajaba su trabajo en el proceso general. El problema de trabajar en silos, como les explicó don Ernesto, no era que los empleados no fueran capaces, sino que al no coordinarse, estaban desperdiciando esfuerzos y empeorando la calidad del producto.

Fue entonces cuando se decidió implementar un cambio radical: los departamentos comenzarían a trabajar juntos. Diseñarían un sistema en el que cada equipo supiera lo que los otros estaban haciendo, compartirían información sobre las decisiones importantes y, sobre todo, se asegurarían de que todos estuvieran alineados con los mismos objetivos.

Lo que aprendió la fábrica de bicicletas es algo que se puede aplicar en cualquier empresa o situación. Los silos no solo generan descoordinación, sino que también pueden dañar las relaciones dentro de una organización. Cuando los equipos no se comunican, es fácil que comiencen a culparse unos a otros por los errores. Diseño culpa a producción por no hacer bien las bicicletas, producción culpa a ventas por prometer cosas imposibles, y ventas culpa a atención al cliente por no manejar las quejas adecuadamente.

Es como organizar una fiesta en la que nadie sabe quién trajo qué. Al final, tienes comida de sobra, pero todos se van molestos porque nada salió como esperaban.

La clave para evitar estos problemas es crear un ambiente donde la comunicación fluida entre departamentos sea la norma. No se trata de hacer más reuniones, sino de asegurarse de que todos los equipos estén en sintonía, sepan lo que los demás están haciendo y cómo su trabajo encaja en el panorama general.

Al final, la fábrica de bicicletas aprendió que romper los silos fue la mejor decisión que pudieron tomar. El equipo de diseño comenzó a trabajar más de cerca con producción para asegurarse de que los nuevos modelos fueran viables. Ventas empezó a coordinarse con atención al cliente para entender mejor las necesidades de los clientes antes de hacer promesas imposibles. Y, poco a poco, las bicicletas volvieron a ser tan buenas como siempre.

Trabajar en silos no solo afecta la eficiencia de una empresa, sino que también puede destruir su reputación. La falta de comunicación entre departamentos es como intentar montar una obra de teatro donde los actores no conocen sus líneas ni la historia. El resultado es confuso, nadie entiende qué está pasando y, al final, el público —o en este caso, los clientes— se marcha decepcionado.

La moraleja es clara: trabajar juntos no es solo una buena práctica, es esencial para el éxito de cualquier organización. Porque al final, una empresa no es la suma de sus departamentos, sino el resultado de cómo esos departamentos logran unirse para trabajar hacia un objetivo común.