Don Manolo tenía una relojería en la esquina
del barrio, un negocio que había heredado de su padre y que había mantenido
durante casi 40 años. Era un lugar con encanto, lleno de relojes de pared,
cucús que daban la hora con sus pequeños pajaritos de madera, y relojes de
pulsera con correas de cuero. La tienda siempre estaba llena de clientes
fieles, muchos de los cuales acudían simplemente a charlar con Don Manolo
mientras esperaban que ajustara alguna pieza o cambiara la batería de su reloj
favorito.
Sin embargo, el mundo estaba cambiando. La
gente comenzaba a usar relojes digitales, los teléfonos móviles traían la hora
incluida y, de repente, la necesidad de ir a una relojería a revisar un
engranaje estaba desapareciendo. Los más jóvenes ni siquiera sabían cómo leer
un reloj de agujas.
Un buen día, un vecino le comentó a Don Manolo
que quizás sería buena idea incorporar relojes digitales o incluso vender esos
nuevos smartwatches que todo el mundo llevaba en la muñeca. Pero Don Manolo,
con su bata gris y su lupa enganchada al ojo, levantó la cabeza y dijo:
"No, no. Eso de los relojes digitales no va conmigo. Los míos son relojes
de verdad, de los que hay que darle cuerda. La tecnología no puede reemplazar
el arte de un buen relojero".
Y así, con orgullo y sin ninguna intención de
cambiar, continuó con su negocio tal y como lo había hecho siempre.
Pasaron los meses, y poco a poco la tienda se
fue quedando más vacía. Don Manolo notaba que cada vez tenía menos trabajo y
que, en lugar de reparar relojes, pasaba las horas mirando por la ventana cómo
el mundo afuera seguía su ritmo digitalizado.
Un día, un adolescente entró en la tienda
buscando un regalo de cumpleaños para su padre. Quería un reloj, pero no uno
cualquiera: uno de esos relojes inteligentes que cuentan los pasos, monitorean
el sueño y te avisan si tienes algún mensaje. Don Manolo, casi ofendido, señaló
con el dedo su sección de relojes de cuerda, esperando que el muchacho se
decidiera por "algo clásico". El chico lo miró, medio desconcertado,
y le explicó que su papá era un hombre práctico y que esos relojes ya no tenían
sentido en su vida diaria.
—"Pero este reloj", dijo Don Manolo
señalando con vehemencia un Omega antiguo, "tiene una historia. No como
esos juguetes electrónicos que rompen a la primera caída."
El chico, con un aire de resignación, se
disculpó y salió de la tienda, dejándolo solo una vez más.
La negativa de Don Manolo a adaptarse al cambio
tecnológico no es una historia tan lejana ni inusual en el mundo actual. Muchas
empresas, al igual que él, prefieren aferrarse a lo conocido por miedo o
escepticismo hacia lo nuevo. Lo curioso es que, en muchos casos, este miedo no
se basa en la falta de capacidad, sino en una resistencia emocional hacia lo
que representa el cambio. "Si
cambio, ¿qué pasará con todo lo que he aprendido? ¿Dejaré de ser
necesario?", se preguntaba Don Manolo.
El problema de esta mentalidad es que no solo
frena la innovación, sino que eventualmente convierte a empresas y
profesionales en irrelevantes. Así como en la historia de Don Manolo, la
tecnología no se detiene porque una empresa decida ignorarla. Al contrario,
sigue avanzando, y el mercado sigue demandando soluciones más rápidas, más
eficientes, y sí, a veces más digitales.
Finalmente, después de varias semanas de
silencio casi total en su tienda, Don Manolo decidió ir a visitar a su sobrino,
quien era un apasionado de la tecnología. Le comentó su dilema y, en un acto de
humildad, le pidió que le explicara cómo funcionaban esos relojes digitales que
tanto despreciaba.
—"Tío", le dijo su sobrino,
"adaptarse no significa que tienes que abandonar lo que amas hacer. Al
contrario, puedes ofrecer ambas cosas. Tal vez podrías seguir con tus relojes
clásicos, pero también incluir estos nuevos modelos que la gente busca. La
tecnología no tiene por qué destruir lo que valoras, puede complementar tu
negocio".
La metáfora es clara: en la vida cotidiana,
adaptarse a las nuevas circunstancias no significa renunciar a nuestra esencia.
Piénsalo como aprender a cocinar con nuevas herramientas: tal vez siempre has
hecho tus pasteles a mano, pero tener una batidora no significa que ya no sabes
hacer la masa, simplemente te permite hacer más en menos tiempo.
Don Manolo escuchó con atención y, aunque al
principio le costó aceptar que los tiempos habían cambiado, finalmente
incorporó algunos relojes digitales y smartwatches en su tienda. Al poco
tiempo, empezó a ver nuevos clientes que venían por esos productos modernos,
pero que también se quedaban fascinados con sus piezas clásicas. Al final, no
solo mantuvo su negocio a flote, sino que también descubrió una nueva manera de
seguir haciendo lo que le apasionaba.
La moraleja es que la resistencia al cambio no
solo te frena a ti, sino que también puede hacer que pierdas oportunidades. En
un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados, no adaptarse es casi
como querer detener el tiempo: simplemente no es posible. Las empresas que
triunfan son aquellas que entienden que el cambio no es un enemigo, sino una
oportunidad de evolución.
Y así, como Don Manolo aprendió a apreciar el
"maldito reloj digital", las empresas también deben encontrar maneras
de integrar lo nuevo sin dejar de lado lo que las hace únicas. Porque al final,
se trata de seguir en movimiento, de no quedar atrapados en el pasado, sino de
avanzar hacia el futuro con lo mejor de ambos mundos.