Todo empezó un lunes. Un lunes con cara de
lunes, al que no lo salvaba ni el café ni el playlist de salsa motivacional. Yo
estaba trabajando en mi taller de bicicletas, “Pedaleo Fino”, un humilde pero
orgulloso refugio para ciclistas urbanos, de esos que no solo arreglan cadenas
y calibran frenos, sino que escuchan con atención los traumas emocionales de
quienes se cayeron en la ciclovía y perdieron el amor (o al menos la dignidad).
Ese día llegó Martín, un cliente de los
fieles. Uno de esos que cuando entran, no saludan, sino que gritan desde la
puerta:
—¡Maestrooo! ¿Dónde está el que deja la bici mejor que el amor propio después
de terapia?
Nos reímos. Hablamos de las elecciones, del
calor, del pinchazo que traía en su bicicleta (y en su billetera), y como
siempre, le dije que en tres días se la tenía lista y más reluciente que un
diente recién blanqueado. La dejó, me dio un choque de puños y se fue.
Tres días después volvió… y ahí empezó el
apocalipsis reputacional.
Martín entró con esa sonrisa de confianza que
tienen los clientes que sienten que su bici está en buenas manos. Yo le devolví
la bici envuelta en orgullo. Estaba tan limpia que casi le pongo moño. Pero
cuando la tomó para probarla, se quedó congelado. Miró la llanta trasera como
quien mira a su perro y nota que no es el suyo.
—Maestro… esta no es mi rueda.
—Claro que sí —le respondí con seguridad de
vendedor de aceite de serpiente—. La cambiamos porque estaba deformada, ¿te
acordás?
—No, yo no pedí que la cambiaran. Esa rueda
era italiana. Me la traje de Milán, del Giro.
¡Y ahí fue cuando el alma se me cayó al suelo
como cadena sin piñón!
Había metido la pata. Yo, que siempre anotaba
todo, esa vez lo había hecho “de memoria”, como quien se cree barista y termina
sirviendo caldo en vez de café.
Martín se quedó callado. Me miró con una
mezcla de tristeza y decepción que dolía más que un asiento mal ajustado. Yo,
en vez de hacer lo correcto, solté un tímido y seco:
—Lo siento.
Así, sin ponerle azúcar, sin mirarlo a los
ojos, sin frenar lo que estaba haciendo. Un “lo siento” automático, tipo
corrector ortográfico. Tan frío que si lo hubieras metido en el congelador, se
habría calentado.
Él me respondió con un suspiro profundo, como
de quien se despide de un ser querido que ya no lo quiere.
—¿Eso es todo?
No supe qué decir. Y él, con una sonrisa
forzada y una nostalgia visible, agregó:
—¿Sabés qué, Maestro? Me voy a otro taller. A
uno donde el ‘lo siento’ venga con responsabilidad, con empatía... con ganas de
arreglar las cosas. Como un buen parche: bien puesto, no por compromiso.
Y se fue.
¿Por qué se fue Martín?
No por la rueda.
No por el error.
Se fue por el vacío existencial disfrazado
de disculpa.
Y es que, como bien decía mi abuela, “una
disculpa sin corazón es como una bicicleta sin asiento: aunque funcione, nadie
la quiere usar”.
Un cliente es como ese amigo que siempre está
ahí: te escucha, te apoya, te paga. Pero si ese amigo se olvida de tu
cumpleaños, bueno, lo perdonás. Pero si además te dice:
—Uy, perdón, se me pasó, qué pena...
Y se pone a ver el celular, sin mirarte, sin
una llamada, sin una tortita, ni una tarjeta de papel higiénico, entonces
entendés que ese amigo ya no es amigo. Es un contacto. Un recuerdo. Un pasado.
Así le pasó a Martín conmigo.
Si yo hubiera soltado las herramientas, mirado
a Martín a los ojos, y dicho algo como:
—Martín, te pido disculpas de verdad. Me
equivoqué. Esa rueda era importante para vos y lo arruiné. Pero dejame
arreglarlo. Puedo rastrear la tuya, o conseguirte una igual. Me voy a encargar
personalmente. No sos solo un cliente más. Sos Martín, el del Giro de Milán.
Entonces, tal vez... solo tal vez, se hubiera
quedado.
Porque la gestión de una crisis de reputación
no comienza con un “lo siento”, sino con una pausa. Con reconocer el
valor de la otra persona. Con ponerse en los zapatos del cliente, aunque
estén llenos de barro o ajustados como calcetines en verano.
Perder a Martín fue como perder una pieza de
mi taller. Cada vez que alguien mencionaba Milán o hablaba de ruedas, me venía
su cara. No la de enojo. La de decepción. Y ahí entendí que el problema no fue
el error técnico, sino la falla emocional.
Y es que en un negocio, como en la vida, el
error no es lo que te hunde: es la falta de humanidad al enfrentarlo. La
diferencia entre una disculpa genérica y una que salva relaciones es como la
diferencia entre inflar una rueda y darle dirección a quien la monta.
Después de eso, imprimí un cartel grande en la
pared del taller que decía:
“Aquí arreglamos bicicletas… …pero primero, personas”.
Y debajo, puse una lista de pasos para cuando
cometamos errores:
1.
Pausá. Lo urgente no te apura más que lo importante.
2.
Mirá a los ojos. Porque los ojos no mienten, pero sí perdonan.
3.
Asumí. Nada de “lo siento si te molestó”.
4.
Compensá. No hay rueda que no se reponga, si hay intención de verdad.
5.
Agradecé. Porque el cliente que se queda después de un error, es oro.
Si tenés un negocio, una marca, una profesión,
lo que sea… recordá que no vendés solo productos o servicios. Vendés
confianza. Y cuando se quiebra, no la pegás con cinta adhesiva. La
reconstruís con respeto, empatía y acción.
Porque un cliente no se va por un error. Se va
cuando siente que su molestia fue atendida como si fuera un mosquito: con
indiferencia y molestia. Y el "lo siento" sin alma es el repelente de
las relaciones.
Así que, la próxima vez que metas la pata
(porque lo vas a hacer, somos humanos), pensá en Martín. Y en cómo una disculpa
con alma no solo salva clientes… también te salva a vos.
Y como diría mi abuela si fuera consultora de
marca:
“Un ‘lo siento’ bien dado es como un buen
parche: no solo tapa, sella con cariño.”