En una pequeña empresa familiar dedicada a la
pastelería, todo parecía marchar sobre ruedas. Juan, el gerente y dueño del
negocio, había heredado la panadería de su madre, y con ella, también heredó un
equipo de trabajadores dedicados y entusiastas. Entre ellos estaba Marta, una
experta repostera que había trabajado allí durante más de 20 años. Ella conocía
todas las recetas tradicionales y sabía hacer un roscón de reyes como nadie.
Con los años, la panadería había logrado
sobrevivir, pero los clientes estaban cambiando. Ya no solo querían las tartas
y bollos de siempre, sino que ahora pedían productos más modernos: cupcakes
decorados, galletas personalizadas y, por supuesto, pasteles veganos y sin
gluten. Marta, acostumbrada a las recetas tradicionales, sabía que no podía
atender todas estas nuevas demandas, y aunque estaba dispuesta a aprender,
necesitaba algo de formación para estar al día.
Una mañana, en una reunión de equipo, Marta le
propuso a Juan invertir en un curso de pastelería moderna para todos los
empleados. El curso les enseñaría a hacer estos productos nuevos que cada vez
pedían más los clientes, y con ello, mejorarían la oferta de la panadería.
Juan, sin embargo, lo miró con escepticismo y soltó una risa nerviosa.
—Marta, ¿curso de qué? —preguntó con una
sonrisa burlona—. Tú llevas más años en esta panadería que cualquier otra, no
creo que necesites un curso para hacer galletas.
Marta insistió:
—No es solo por mí, Juan. Hay muchas técnicas
nuevas que podrían ayudar a la panadería a mantenerse competitiva. Hoy en día
los clientes buscan otras cosas, y si no aprendemos, se van a ir a la
competencia.
Juan la escuchó, pero tenía otros planes en
mente. Ese año había decidido recortar gastos, y uno de los primeros ajustes
fue justamente el presupuesto para formación.
—Mira, Marta —dijo con tono serio—, con todo
el respeto, pero no vamos a gastar dinero en cursos. Siempre hemos hecho las
cosas a nuestra manera, y nos ha ido bien así. No veo la necesidad de gastar en
eso ahora. Además, estamos apretados con los costos este mes.
Marta se quedó en silencio, aceptando a
regañadientes la decisión de su jefe. Al fin y al cabo, era él quien controlaba
el dinero. Y así, la idea del curso fue descartada, enterrada bajo la excusa de
"lo de siempre funciona".
Pero lo que Juan no sabía es que "lo de
siempre" no iba a funcionar por mucho más tiempo.
Pasaron unas semanas y llegó un pedido
importante: una fiesta corporativa en la que querían una variedad de productos,
muchos de ellos sin gluten y veganos, algo completamente nuevo para la
panadería. Marta se sintió nerviosa, pero intentó adaptarse lo mejor que pudo
con lo que había aprendido por su cuenta, viendo tutoriales en YouTube.
El día del evento, todos en la panadería
estaban apurados preparando los pedidos. Marta, con su experiencia, logró sacar
adelante las tartas tradicionales, pero cuando llegó el momento de hacer el
famoso pastel sin gluten, las cosas empezaron a complicarse. En lugar de una
masa esponjosa, lo que salió del horno fue una masa seca y dura como una roca.
Era un desastre.
Con el tiempo encima, intentaron salvar la
situación añadiendo más crema, pero nada parecía funcionar. Finalmente,
enviaron el pedido con algo de esperanza, pero ya era tarde. La empresa que
había hecho el pedido llamó más tarde ese día.
—El pastel no era lo que esperábamos —dijo el
cliente con tono educado pero firme—. Era incomible, ni siquiera los cuchillos
podían cortarlo. No vamos a poder trabajar con ustedes para futuros eventos, lo
siento mucho.
Juan, incrédulo, colgó el teléfono. No podía
creer que hubieran perdido un cliente importante por algo tan pequeño como un
pastel. Furioso, fue a hablar con Marta.
—¡¿Cómo es posible que hayamos fallado en algo
tan simple?! —exclamó Juan—. ¡Siempre hemos sido buenos en lo que hacemos!
Marta, con calma, lo miró y le dijo:
—Juan, te lo dije. No podemos seguir haciendo
todo igual que siempre. Los tiempos cambian, y si no invertimos en formación
para aprender cosas nuevas, vamos a seguir perdiendo clientes. Yo lo intenté,
pero necesitábamos ese curso.
Juan, por primera vez, se quedó sin palabras.
Esta historia de Juan y su pastel sin gluten
nos recuerda una lección fundamental en la vida empresarial: la falta de
inversión en formación es como intentar seguir cocinando con una receta que ya
no sirve. Puede que antes el plato haya sido perfecto, pero cuando los
ingredientes cambian o los gustos del comensal evolucionan, la receta debe
adaptarse.
En la vida cotidiana, no es tan diferente.
Imagina que decides dejar de aprender a usar nuevas tecnologías en tu trabajo
porque piensas que ya sabes lo suficiente. Al principio, puede que todo siga
igual, pero con el tiempo notarás que los demás te adelantan. De repente, te
das cuenta de que el mundo se mueve más rápido que tú, y quedarte quieto solo
te aleja de las oportunidades.
La capacitación es como afilar los cuchillos
de tu cocina: sin importar cuántas veces hayas cortado zanahorias, si no
mantienes tu herramienta en forma, llegará un día en que simplemente no cortará
bien. Puedes intentar presionar más fuerte, pero el problema no es tu fuerza,
sino el hecho de que tu cuchillo se ha quedado atrás.
Innovación y productividad: el costo de no
invertir
El problema no es solo que Juan perdió un
cliente, sino que, al recortar el presupuesto de formación, su equipo dejó de
innovar. Lo que él vio como un ahorro terminó costándole mucho más caro. Las
empresas que no invierten en la formación de sus empleados no solo pierden en
productividad, sino también en la capacidad de adaptarse a un entorno cada vez
más competitivo.
En la panadería de Juan, no tener la formación
adecuada hizo que un cliente importante se fuera. En otros contextos, la falta
de capacitación puede hacer que una empresa pierda eficiencia, que sus
empleados se sientan frustrados por no poder hacer mejor su trabajo, o que
incluso se queden estancados con procesos obsoletos.
Es como si alguien decidiera no aprender a
conducir un coche automático porque siempre ha manejado uno de cambios
manuales. Puede que al principio no lo note, pero en cuanto vea que los demás
pueden avanzar sin esfuerzo mientras él sigue luchando con los pedales, se dará
cuenta del error.
Al final, Juan aprendió una valiosa lección.
Después de varios intentos fallidos de adaptar recetas por su cuenta, decidió
invertir en la formación de su equipo. Marta y los demás empleados finalmente
pudieron hacer el curso de pastelería moderna, y la panadería comenzó a ofrecer
productos que no solo satisfacían las demandas del mercado, sino que también
traían nuevos clientes.
La moraleja aquí es simple: la formación no es
un gasto, es una inversión. Y como cualquier inversión inteligente, sus frutos
se ven a largo plazo. Tal vez recortar el presupuesto de capacitación parezca
una buena idea a corto plazo, pero a la larga, puede ser el costo más caro que
una empresa jamás haya tenido que pagar.