Cómo diseñar sistemas de recompensa que realmente motiven.
Todo empezó en una oficina bastante común, en
una empresa que había decidido mejorar su productividad. La solución que
idearon los directivos parecía tan lógica como efectiva: un nuevo y reluciente
programa de incentivos. La idea era simple: si los empleados cumplían sus
objetivos, obtendrían jugosas recompensas. ¿Qué podría salir mal?
Bueno, como dice el refrán: "El camino al
infierno está pavimentado con buenas intenciones". En este caso, lo que
parecía un plan perfecto terminó siendo un fracaso épico. Y todo por un pequeño
detalle que fue pasado por alto: no todos los incentivos motivan de la misma
manera.
El gerente de la empresa, al que llamaremos
Ernesto, estaba convencido de que había encontrado la clave para resolver los
problemas de bajo rendimiento. Después de asistir a un seminario de
“productividad y motivación”, decidió implementar un programa de recompensas
basado en metas. “Si los empleados cumplen con sus objetivos, les daremos un
bono. Sencillo y directo”, pensó Ernesto, entusiasmado.
En teoría, sonaba bien. En la práctica, no
tanto. Ernesto diseñó el sistema para recompensar a aquellos que cumplieran con
metas mensuales. Los empleados que superaran sus números recibirían entradas
para eventos deportivos, descuentos en tiendas, o incluso un día libre
adicional. ¿Quién no querría un día libre, verdad?
Lo que Ernesto no previó es que, aunque a
todos les gusta la idea de una recompensa, la naturaleza del incentivo y
cómo se implementa es crucial para que realmente funcione. En lugar de
mejorar la productividad, el programa de incentivos trajo problemas
inesperados. Y es aquí donde la historia se vuelve divertida (y un poco
triste).
Incentivos que no incentivaban
Un mes después de la implementación del plan,
los resultados no eran los esperados. Algunos empleados, en lugar de aumentar
su rendimiento, se lo tomaron con demasiada calma. En especial Jaime, quien
comenzó a cumplir solo con el mínimo para obtener su recompensa mensual y luego
desaparecía a toda prisa. Para él, el bono era un billete de escape, una excusa
para hacer lo justo y nada más.
Por otro lado, estaba Luisa, una empleada muy
dedicada que siempre iba más allá de lo que se le pedía. Luisa era de esas
personas que no solo trabajaban por el bono, sino porque disfrutaba hacerlo
bien. Sin embargo, al notar que todos, incluso los que cumplían con lo mínimo
como Jaime, recibían las mismas recompensas, empezó a sentirse desmotivada.
“¿Por qué esforzarme si Jaime recibe lo mismo que yo?”, pensaba.
El programa había sido diseñado para que los
empleados recibieran una recompensa al final del mes si cumplían sus objetivos,
sin considerar el esfuerzo o el nivel de compromiso. En lugar de premiar la
excelencia, incentivaba a hacer lo justo, a cumplir con lo mínimo para obtener
el premio. Y aunque todos trabajaban, el programa no inspiraba un esfuerzo
adicional.
Esto nos recuerda a cuando, de niños, nos
prometían un helado si terminábamos nuestras tareas. Claro, hacías la tarea,
pero ¿realmente te esforzabas o solo cumplías para obtener ese helado? Pues,
algo similar sucedía en la oficina de Ernesto.
Además de la falta de verdadera motivación,
surgió otro problema: la competencia mal gestionada. Ernesto pensó que
un poco de rivalidad amistosa podría ser saludable para el equipo. Así que,
introdujo un incentivo extra: “El que más venda este mes recibirá un gran
premio”. ¿El premio? Un viaje de fin de semana con todos los gastos pagados.
Ahora sí que sonaba emocionante.
El problema fue que no todos los trabajos eran
iguales. Algunos empleados, como Pedro, tenían clientes habituales y contratos
grandes, lo que hacía mucho más fácil que alcanzaran sus metas de ventas.
Otros, como Mariana, trabajaban en áreas más difíciles, donde cerrar una venta
era casi un milagro. A pesar de sus esfuerzos titánicos, no tenía manera de
competir con Pedro.
En lugar de motivar, el incentivo del gran
premio solo aumentó la frustración. El equipo se dividió. Algunos empleados
empezaron a hacer trampa, registrando ventas antes de que fueran confirmadas,
mientras que otros, como Mariana, sentían que sus esfuerzos no valían la pena. El
incentivo había destruido la colaboración, y lo que antes era un ambiente
de trabajo cooperativo se convirtió en una batalla por el premio.
¿Qué salió mal?
Ernesto no entendió que no todos los
incentivos motivan de la misma manera a todas las personas. Lo que para él
parecía una solución mágica, resultó ser una fórmula para el desastre. Aquí es
donde entra la importancia de diseñar sistemas de recompensa que realmente
consideren a las personas, sus roles y sus motivaciones internas.
Existen varias lecciones clave que podemos
aprender de esta historia. En primer lugar, la recompensa debe estar
alineada con el esfuerzo. No se trata solo de cumplir con una meta, sino de
valorar el trabajo bien hecho. Si todos reciben lo mismo sin importar su nivel
de esfuerzo, aquellos que dan más, eventualmente, se desmotivarán.
También es importante entender que no todos
los trabajos son iguales. En la empresa de Ernesto, algunos roles requerían más
esfuerzo y otros, aunque igual de importantes, no tenían las mismas
oportunidades de sobresalir. Si los incentivos no consideran estas diferencias,
pueden generar un sentimiento de injusticia y desmotivación entre aquellos que
lo tienen más difícil.
Finalmente, los incentivos no deben
fomentar la competencia tóxica. Competir puede ser divertido y motivador,
pero si no se gestiona bien, puede llevar a conductas poco éticas y a la
destrucción de la moral del equipo. Lo ideal es que los incentivos premien
tanto el esfuerzo individual como el trabajo en equipo.
Cómo diseñar incentivos que realmente motiven
¿Qué podría haber hecho Ernesto para evitar el
fracaso de su programa de incentivos? Pues bien, la clave está en entender
qué motiva realmente a las personas. Para algunos, los incentivos
económicos o los días libres pueden ser motivadores fuertes, pero para otros,
el reconocimiento, la posibilidad de crecimiento o incluso una palabra de
agradecimiento pueden ser más efectivos.
Un buen programa de incentivos debería tener
en cuenta varios factores:
1.
Personalización: No todos se motivan por lo mismo. A algunos empleados les puede
interesar más un bono económico, mientras que otros prefieren más flexibilidad
o reconocimiento público.
2.
Equidad: Es fundamental que los incentivos reflejen el esfuerzo y las
circunstancias de cada empleado. No todos tienen las mismas oportunidades, por
lo que el sistema debe ser lo suficientemente flexible como para adaptarse a
diferentes roles y niveles de responsabilidad.
3.
Recompensas Intrínsecas: Además de los incentivos externos, es importante fomentar el sentido
de propósito y la satisfacción interna. Un empleado motivado por el significado
de su trabajo será más productivo y estará más comprometido que uno que solo
trabaja por una recompensa externa.
4.
Colaboración sobre
competencia: Los incentivos deben alentar a los empleados
a trabajar juntos, no en contra. Premiar tanto el esfuerzo individual como el
trabajo en equipo asegura que el ambiente laboral siga siendo saludable.
La historia de Ernesto y su fallido programa
de incentivos nos enseña que, aunque los sistemas de recompensa pueden ser
herramientas poderosas para motivar a un equipo, deben diseñarse con cuidado.
Un incentivo mal estructurado puede generar más problemas de los que resuelve,
como vimos en la competencia desleal entre Pedro y Mariana.
En lugar de simplemente ofrecer un premio
atractivo, es fundamental entender las motivaciones individuales y colectivas
del equipo, creando un entorno donde todos se sientan valorados y recompensados
por su esfuerzo. Al final, el verdadero éxito radica no solo en recompensar,
sino en hacerlo de una manera que inspire y motive a dar lo mejor de sí mismos.
Y, sobre todo, en reconocer que el mayor incentivo de todos es un ambiente
de trabajo justo, colaborativo y motivador.