Vintage...
Déjenme contarles una
historia que ocurrió hace un par de años en mi barrio, una de esas anécdotas
que empiezan con una idea brillante, pero terminan en un enredo digno de
comedia. Todo comenzó con mi vecino Raúl, un tipo bonachón, trabajador y con un
talento innato para la cocina. Raúl hacía unas empanadas de pollo con queso que
eran, sin exagerar, una obra maestra: crujientes por fuera, jugosas por dentro,
con ese toque de especias que te hacía cerrar los ojos para saborearlas mejor.
Si existiera un Olimpo de las empanadas, las de Raúl estarían sentadas a la
derecha de los dioses. El problema fue que Raúl, con todo su genio culinario,
no tenía ni la menor idea de cómo venderlas. Y ahí, amigos míos, es donde
empieza esta tragicomedia que nos enseña que un buen producto, sin una
estrategia de marketing decente, es como un chiste sin remate: todos se quedan
mirándote raro, esperando algo que nunca llega.
Raúl decidió un sábado por la mañana que iba a emprender. “Voy a vender mis empanadas al barrio”, me dijo mientras amasaba en su cocina, con esa confianza de quien cree que el mundo está esperando su gran invento. “Son tan ricas que se van a vender solas”.
Yo, que no soy experto en negocios, pero he visto suficientes emprendimientos
naufragar, le dije: “Raúl, ¿y cómo vas a hacer para que la gente se entere?”.
Él me miró como si le hubiera hablado en chino mandarín y respondió: “Fácil,
las voy a poner en una mesita frente a mi casa con un cartel que diga 'Empanadas caseras'. La calidad habla por sí sola”. Ay, Raúl, dulce e ingenioso
Raúl. Si tan solo supiera que la calidad no tiene megáfono propio.
Llegó el gran día. Raúl puso su mesita plegable en la vereda, con un mantel a cuadros que parecía sacado de un picnic de los años 80, y un cartel escrito a mano con marcador negro que decía: “EMPANADAS CASERAS - $50 c/u”. Debajo, en letra chiquita y casi ilegible, agregó: “Muy ricas”. Eso era todo su plan de marketing. Ni volantes, ni un grito al vecino, ni una foto en el grupo de WhatsApp del barrio. Nada. Se sentó ahí, con una sonrisa de oreja a oreja, esperando que el aroma de sus empanadas obrara un milagro y atrajera a las masas como abejas a la miel.
Pasó una hora. Luego dos. El único cliente fue el perro del almacenero, que se acercó olfateando y se decepcionó al ver que no le daban una gratis. Al mediodía, Raúl estaba sudando bajo el sol, con cara de quien empieza a sospechar que el universo no conspira a su favor. “¿Qué estoy haciendo mal?”, me preguntó mientras yo pasaba caminando con mi perro. "Raúl", le dije, "tus empanadas pueden ser el Santo Grial de la comida casera, pero si nadie sabe que existe, no las van a comprar. Necesitas un plan, amigo". Él frunció el ceño, como si le estuviera pidiendo que resolviera un acertijo cuántico, y murmuró: “Pero si son buenas, ¿no deberían venderse solas?”. Ahí fue cuando entendí que Raúl no solo necesitaba una estrategia de marketing, sino una clase express sobre cómo funciona el mundo.
Y aquí es donde entra
el meollo del asunto: un buen producto no se vende solo, por más espectacular
que sea. Es como tener un superpoder y no contárselo a nadie. Imagina que sos
invisible, pero te quedarás encerrado en tu casa todo el día mirando tele. ¿De qué sirve? El marketing es el megáfono que le da voz a lo que haces, el puente
que conecta tu genialidad con la gente que la necesita. Sin él, estás gritando en el vacío, y el vacío, amigo mío, no compres empanadas.
Volvamos a Raúl. Después de su fracaso inicial, decidí ayudarle porque, sinceramente, esas empanadas merecían un lugar en el mundo. Le propuse un experimento: íbamos a aplicar una estrategia básica de marketing, pero bien pensada. Primero, le sugerí que definiera a quién quería venderle. “A todos”, me dijo. "No, Raúl, 'todos' no es una respuesta. ¿Quieres venderle a las familias que pasan los sábados en casa? ¿A los chicos que salen del colegio con hambre? ¿A los oficinistas que buscan algo rápido para el almuerzo?”. Tras pensarlo un rato, decidió centrarse en las familias del barrio, porque sus empanadas eran perfectas para una cena relajada o una juntada improvisada.
Paso dos: había que hacer ruido. Hicimos un volante sencillo con una foto de las empanadas (sacada con mi celular, nada fancy) y un texto que decía: “Empanadas caseras de Raúl: el secreto mejor guardado del barrio. ¡Probá una y volvé por diez!”. Imprimimos 50 copias y las repartimos por las casas cercanas. También lo convencí de poner un mensaje en el grupo de WhatsApp del barrio: “Hola vecinos, soy Raúl de la calle 9. Este sábado vendo empanadas caseras recién hechas, Gs. 3.000 cada una o Gs. 35.000 la docena. ¡Pasen a probarlas!”. Sencillo, directo y con una oferta que hacía que comprar más fuera tentador.
Paso tres: presentación. Le dije que esa mesita plegable no inspiraba confianza.
Conseguimos una tabla de madera vieja, la lijamos un poco y la pintamos de rojo para que llamara la atención. Pusimos las empanadas en una bandeja bonita, con un cartel nuevo escrito con letra clara y grande: “EMPANADAS DE RAÚL - CASERAS Y DELICIOSAS”. Hasta le sugerí que ofreciera una empanadita cortada en pedacitos como se muestra gratis para los curiosos. “¿Gratis?”, me dijo con cara de espanto. "Sí, Raúl, gratis. La gente necesita probar para confiar".
El sábado siguiente fue otra historia. A las 11 de la mañana ya había una pequeña fila frente a su casa. Las muestras gratis hicieron su magia: una señora probó un pedacito, puso los ojos en blanco de placer y compró una docena. Un papá con dos chicos pidió tres para el almuerzo “para probar” y volvió media hora después de seis más.
Hasta el almacenero, que al principio se rió de la idea, terminó comprando cuatro para su familia. Al final del día, Raúl había vendido 15 docenas, casi 200 empanadas, y estaba agotado pero feliz como nunca lo había visto.
“¡Funcionó!”, me dijo, todavía incrédulo. “Claro que funcionó”, le respondió. “No fue magia, fue estrategia”.
¿Qué aprendimos de esto? Que un producto bueno, como las empanadas de Raúl, es solo la mitad de la ecuación. La otra mitad es cómo lo presentas al mundo. El marketing no es solo gritar “¡cómprame!” desde una esquina; es entender a quién le hablas, cómo le hablas y por qué debería importarle. Es como invitar a alguien a una fiesta: no basta con tener buena comida y música, tenés que hacer una invitación que los emocione, que los haga sentir que no pueden perdérselo.
Pensemos en un ejemplo más grande. ¿Se acuerdan del Walkman de Sony? En los 80, era un invento revolucionario: música portátil en un cassettes que podías llevar a cualquier lado. Pero Sony no se limitó a ponerlo en una vidriera y esperar. Hicieron campañas con jóvenes cool escuchando música en parques, en la calle, en rollers. Lo convirtió en un símbolo de libertad y estilo. Si Sony hubiera pensado como Raúl (“es tan bueno que se vende solo”), el Walkman habría sido solo un gadget más acumulando polvo. El marketing lo transformó en un ícono.
¿Por qué importa esto? Porque no se trata solo de vender empanadas o reproductores de música. Se trata de conectar. En un mundo lleno de opciones, la gente no compra productos, compra historias, emociones, soluciones. Raúl no vendía empanadas, vendía una cena rica para compartir con la familia, un momento de felicidad en un día agotador. Pero si no lo contás, si no lo mostrás, nadie lo va a adivinar.
Volviendo a Raúl, después de ese sábado triunfal, empezó a tomarse el marketing más en serio. Ahora tiene un Instagram donde sube fotos de sus empanadas, hace promos los viernes y hasta inventó un “combo familiar” que incluye una gaseosa. No se volvió millonario, pero tiene clientes fijos y una sonrisa que no le cabe en la cara. Y yo, cada tanto, paso por una empanada gratis como “consultor honorario”. No está mal el trato, ¿no? Así que la próxima vez que tengas una idea genial, un producto increíble o algo que creas que el mundo necesita, acuérdate de Raúl y sus empanadas. Haz que te escuchen, cuéntales por qué importa, hazlos reír, sorpréndelos. Porque un tesoro escondido no brilla si nadie sabe dónde está. Y si lo haces bien, quién sabe, quizás hasta te paguen un bono por el esfuerzo.