Hace unos años, trabajé con una empresa
mediana del rubro de alimentos, cuyo nombre no mencionaré para no invocar
fantasmas del pasado (y porque quizás aún no se recuperan del desastre que voy
a contarte). Pongamos que se llamaba "Delicias del Norte". Su
equipo comercial, joven y entusiasta, era como un ejército con ganas de
conquistar el mercado... con cuchillos sin filo.
Y es que eso fue, literalmente, lo que pasó.
La gerencia decidió que era momento de
"invertir en capacitación". Querían mejorar las habilidades de ventas
y atención al cliente. Hasta ahí, todo bien. El problema comenzó cuando
contrataron a un supuesto experto en “motivación aplicada a las ventas” que,
según su página web, había sido coach de artistas y hasta domador de caballos.
Nadie verificó eso, claro. Su nombre era Martín. Solo Martín.
Martín llegó una mañana con una sonrisa de
oreja a oreja, pantalones de lino blanco y una bufanda roja en pleno verano. Lo
primero que hizo fue apagar las luces del salón y poner música tribal. Acto
seguido, pidió a los participantes que se quitaran los zapatos y que imitaran
el sonido de un chimpancé enfadado mientras visualizaban su “meta interior”.
Así arrancó el taller de ventas.
Uno de los empleados, Carlos, susurró:
—¿Y esto nos va a enseñar a manejar objeciones del cliente?
—¡Silencio! —respondió Martín con un tono que rozaba lo teatral—. ¡Debes fluir
con el mono que hay en ti!
Durante dos días, los empleados participaron
en dinámicas sin sentido: bailar con los ojos vendados, lanzar plumas al aire y
gritar su nombre mientras corrían en círculos. Ni una sola técnica concreta de
ventas. Cero referencias a productos, precios, consumidores o comunicación de
crisis. Era como preparar soldados con una clase de danza.
Al terminar el segundo día, el gerente de
operaciones, preocupado, preguntó:
—Martín, ¿cuándo vamos a hablar de técnicas de
cierre o manejo de reclamos?
Martín lo miró como si le hubiera hablado en
arameo:
—Querido, todo eso ya está dentro de ti. Solo
tienes que desbloquearlo.
Al final del curso, los empleados recibieron
un certificado con un mandala en el borde y el título: “Embajador emocional
de tu producto interior”.
Carlos, el mismo que cuestionó al inicio, se
lo mostró a su esposa. Ella lo miró y preguntó:
—¿Te ascendieron a chamán?
Una semana después, algo falló en la cadena de
distribución: un lote de productos en mal estado llegó a varias tiendas. Las
redes sociales ardieron. Publicaciones con fotos de comida en mal estado,
etiquetas mal impresas, y una imagen que se hizo viral: una empanada abierta
con moho y el texto “Delicias del Norte: alimentando bacterias desde 1995”.
La empresa, atónita, convocó una reunión
urgente. Nadie sabía qué decir. Uno de los vendedores sugirió responder con un
"manifiesto de autenticidad emocional", como había dicho Martín.
—¿Y eso qué significa? —preguntó el gerente
general.
—No tengo idea, pero Martín decía que hay que
ser auténticos en la crisis.
En lugar de un comunicado claro, el equipo
emitió un post con fondo beige y letra cursiva que decía:
“Reconocemos el valor del proceso. Este incidente nos invita a reflexionar
sobre lo perecedero de la materia y lo imperecedero del alma.”
El post fue un desastre. Comentarios
llovieron:
—¿Están fumando especias vencidas?
—¡Yo quiero una empanada zen, pero sin moho!
La metáfora del cuchillo
Aquí va la metáfora que usó uno de los
empleados al salir de la reunión (la única parte útil del taller fue que dejó a
la gente creativa):
“Capacitar es como afilar un cuchillo. Si lo
haces bien, el cuchillo corta, resuelve. Si no, solo estás golpeando carne con
una hoja roma. Lo de Martín fue como frotar el cuchillo contra una esponja
mientras entonábamos mantras”.
El problema no fue capacitar. El problema fue hacerlo
mal.
Capacitación sin contenido real es como dar un
extintor lleno de aire. Cuando se enciende el fuego, no apaga nada.
El porqué del desastre
Lo que ocurrió en “Delicias del Norte” es un
ejemplo clásico de cómo no prepararse para una crisis. Cuando llegó el momento
de actuar, nadie sabía qué hacer. No tenían protocolos, no sabían a
quién responder primero (clientes, proveedores, redes, prensa) y no tenían un
solo vocero capacitado. ¿El resultado? Pérdidas millonarias, imagen destrozada,
y cientos de memes que hasta el día de hoy circulan en grupos de WhatsApp como
ejemplo de “crisis mal manejada”.
¿Qué debieron hacer?
1.
Capacitación con contenido
real: Técnicas de comunicación efectiva,
respuestas ante reclamos, redacción de comunicados públicos, simulacros de
crisis, vocería de emergencia.
2.
Preparar escenarios posibles: Tener identificadas las áreas más vulnerables de su cadena de
producción y un protocolo de respuesta.
3.
Conectar con el cliente de
forma humana y clara: No con frases confusas o simbólicas, sino
con empatía real, acción concreta y transparencia.
4.
Afilar el cuchillo antes de cocinar: La capacitación debe ser útil, contextual y aplicable. No hay espacio
para improvisaciones esotéricas cuando hay dinero, reputación y empleos en
juego.
La lección
La anécdota, aunque graciosa, deja una lección
importante: capacitar mal es peor que no capacitar. Da una falsa
sensación de preparación. En cambio, una buena formación, clara, directa y con
contenidos útiles, puede ser la diferencia entre apagar el fuego o alimentar la
llama que destruirá tu reputación.
Y por favor, si alguna vez te ofrecen un
taller donde la primera instrucción es “enciende tu fuego interior bailando en
círculos”, recuerda a “Delicias del Norte”... y sal corriendo.
Las empresas, como los cuchillos, deben estar
afiladas para enfrentar las situaciones más difíciles. Capacitar no es un lujo
ni un adorno motivacional: es una necesidad estratégica. Y cuando esa
preparación se convierte en una broma, el chiste se lo termina comiendo la
reputación de la marca.