REUNIONES

Hay reuniones que son necesarias, otras que son tolerables... y luego está la reunión del siglo. No por histórica, sino porque duró, literalmente, lo que a uno le parece que dura un siglo cuando está atrapado entre una silla dura, una presentación de PowerPoint sin alma y un gerente que habla como si fuera a ser interrumpido por los créditos finales de una película… pero que nunca llegan.

Esta es la historia —completamente real, aunque ligeramente embellecida por el trauma— de cómo una empresa casi destruye su reputación por culpa de una reunión sin fin, y cómo una taza de café, un accidente escatológico y una crisis bien gestionada salvaron el día.

Todo comenzó un lunes a las 8:00 a.m., esa hora criminal en la que solo los relojes están despiertos y el café aún no ha surtido efecto. En la empresa “Creativia”, dedicada a estrategias de comunicación digital, se convocó una “reunión extraordinaria de alineación estratégica y reputacional a nivel corporativo”.

En español simple: una junta para ver por qué los clientes estaban huyendo como si vendiéramos enfermedades en frasco.

—Va a ser breve, prometió don Ernesto, el director general, un señor con voz de trueno y alma de WordArt.

Esa frase, “va a ser breve”, debería estar penada por ley en el mundo empresarial. Es como decir “solo una copa” en una boda: nunca termina bien.

 

La reunión comenzó bien. Una presentación con gráficos, números, y frases como “sinergizar el entorno digital” y “reposicionar desde la autenticidad”. A los quince minutos, ya estábamos en el segundo PowerPoint. A los 45, en el tercero. A la hora y media, ya ni el mouse quería colaborar.

Había más slides que minutos en el día. Y lo peor: nadie sabía realmente qué se quería resolver. Algunos decían que la marca estaba perdiendo presencia. Otros, que los influencers contratados parecían salidos de un casting para comerciales de medicamentos genéricos. Pero todos estaban de acuerdo en algo: nadie quería ser el primero en irse.

Porque en Creativia, irse antes de que el jefe lo hiciera era el equivalente a renunciar por WhatsApp.

Así pasaron dos horas. Luego tres. Hubo pausas para café, pero no para el alma. Una compañera pidió licencia para ir al baño y nunca regresó. Se rumorea que cambió de país.

A las cinco horas, la presentación número siete mostraba un gráfico titulado: “Engagement proyectado en escenarios de crisis sin gestión reputacional”. Era básicamente una curva descendente… en llamas… con tiburones.

Uno de los creativos, que venía del mundo del cine, murmuró:
—Esto no es una reunión. Es Titanic, pero sin DiCaprio y con más Excel.

 

Y entonces, cuando pensábamos que habíamos tocado fondo, llegó el momento estelar.

El becario, Matías, un muchacho brillante pero con vejiga sensible, llevaba cuatro tazas de café encima y seis horas sin pararse. Estaba pálido. Temblaba. Y justo cuando el director de reputación corporativa decía “la percepción lo es todo”, Matías se levantó como un zombi... y se desmayó.

Literalmente.
¡PLAF! Contra el piso.

Un silencio sepulcral se apoderó del salón.

Don Ernesto se quedó congelado, con el láser del puntero apuntando directo al ojo de un compañero que ni parpadeó. Alguien murmuró “¿Está vivo?” y otro dijo “Creo que está en modo avión”. Matías, como una buena reputación descuidada, colapsó por falta de atención y exceso de presión.

Ahí fue cuando, finalmente, alguien dijo lo impensable:
—¿Y si dejamos la reunión hasta aquí?

 

Matías fue atendido (solo fue una baja de presión, nada que un jugo de naranja y la renuncia al café no resolvieran). Pero lo realmente sorprendente fue lo que ocurrió después.

El hecho se viralizó. ¿Cómo? Porque alguien (nadie sabe quién, pero todos sospechamos de la recepcionista millennial) subió una historia a Instagram con la frase: “Una reunión sin fin y una reputación por los suelos: ¿Quién será el próximo en caer?”.

Boom.
¡Crisis reputacional activada!

En cuestión de horas, medios de comunicación comenzaron a hablar del caso. Creativia era trending topic. La opinión pública se dividía entre los que reían y los que se indignaban. Y justo ahí, en ese abismo entre el ridículo y el desastre… ocurrió el milagro.

La directora de comunicación, Carolina —una genia creativa, pero subestimada— pidió la palabra. Organizó una rueda de prensa improvisada en el jardín de la oficina, y frente a micrófonos y flashes dijo:

“Nos equivocamos. Una reunión sin rumbo, sin escucha, sin objetivo claro… es como una película de cuatro horas con final inconcluso: te agota y no aprendes nada. Matías nos enseñó con su desmayo lo que nosotros no quisimos ver despiertos. A partir de ahora, las reuniones en Creativia tendrán hora de inicio, hora de fin, y, sobre todo, propósito.”

Y para rematar, lanzó una campaña interna:
#CaféSíReunionesNo
Subtítulo: Una junta debe durar menos que el café caliente. Si se enfría, se cancela.

 

La respuesta fue increíble. Clientes que se habían alejado volvieron, atraídos por la honestidad y el giro autocrítico. La historia de Matías se convirtió en símbolo: “el mártir de las reuniones largas”. Incluso le ofrecieron dar charlas TED sobre ergonomía y límites corporativos.

Y así, Creativia pasó de ser el hazmerreír, a ser ejemplo de buena gestión reputacional. No por ocultar la crisis, sino por transformarla en aprendizaje.

Como dijo Carolina, la comunicadora redimida:

“Una crisis es como un flatulento en ascensor: si te haces el loco, apesta más. Si lo reconoces y tomas acción, al menos abres las puertas.”

 

¿Qué nos enseña esta historia?

Que las reuniones interminables matan más que la productividad: matan la reputación, la moral y las oportunidades. Son como una telenovela que nunca termina, pero cuyo final ya todos sabemos: bostezo, hartazgo y, si hay suerte, un desmayo que nos salve.

Pero también nos enseña que una crisis, si se gestiona con inteligencia, honestidad y un toque de humor, puede convertirse en la mejor campaña de relaciones públicas.

Porque al final del día, nadie quiere trabajar en una empresa donde la reunión es más eterna que la vida útil del toner.

Y tú, lector querido, la próxima vez que entres a una junta que no tiene hora de salida, recuerda a Matías. O mejor aún, sé Carolina. No te calles, ponle hora, ponle rumbo… ¡y salva la marca antes de que alguien se desmaye!

Fin (y a tiempo).