Hace unos años, tuve un jefe, al que
llamaremos Manuel, que parecía tener una relación muy particular con su
oficina. Literalmente vivía allí. Si había un evento de fin de semana o incluso
una reunión a las siete de la mañana, Manuel siempre estaba presente, a veces
con la misma camisa arrugada del día anterior. "El descanso es para los
débiles", decía, y se lo tomaba muy en serio. Al principio, todos en la
empresa lo admirábamos. Era el típico jefe que predicaba con el ejemplo, y
creíamos que su energía interminable nos impulsaría a todos hacia el éxito. Sin
embargo, poco a poco nos dimos cuenta de que, lejos de ser una máquina
imparable, Manuel era más como un teléfono que se olvidó de cargar y seguía
funcionando en modo de ahorro de batería.
Lo que ocurrió a continuación fue una valiosa
lección sobre el impacto de la fatiga en la toma de decisiones empresariales. Y
como suele pasar, el desastre no llegó de golpe, sino como una acumulación de
pequeñas malas decisiones que, juntas, formaron una bola de nieve que casi
aplasta a la compañía.
Cuando Manuel tomó las riendas de la empresa, todos notamos una mejora inmediata. Era un líder decidido, con una agenda que te hacía sudar solo de mirarla. Todos nos veíamos arrastrados por su ritmo frenético, y al principio, funcionaba. Pero como pasa en muchas situaciones, el problema no era lo que se veía, sino lo que se escondía debajo de esa fachada de productividad.
Manuel empezó a tomar cada vez más decisiones
apresuradas, saltando de una tarea a otra sin un respiro. Llegó un punto en que
la planificación detallada pasó a segundo plano. Teníamos tantas reuniones que
al final de la semana nadie recordaba qué se había decidido en ninguna de
ellas. Lo peor fue cuando, en una junta, decidió cambiar toda nuestra
estrategia de marketing porque “una voz interior” le dijo que debíamos apostar
todo por una campaña en redes sociales… solo que esa voz interior era más bien
una mezcla de agotamiento y demasiadas tazas de café.
Lo que sucedió con Manuel me recuerda a una situación cotidiana que cualquiera puede entender. Imagínate conduciendo tu coche por la autopista. Tienes el depósito lleno y el motor está funcionando a la perfección. Todo parece estar bajo control. Pero a medida que avanzas, empiezas a notar algo raro: los frenos no responden como antes. Sigues acelerando porque el coche aún funciona, pero en el fondo sabes que si no frenas pronto, algo malo va a pasar.
Manuel era ese coche sin frenos. Seguía
adelante, tomando decisiones sin pensar demasiado, sin evaluar los riesgos ni
las consecuencias a largo plazo. Y, como en cualquier trayecto sin frenos,
eventualmente llegó el desastre. La fatiga había apagado su capacidad de
análisis crítico, y las decisiones que tomaba, que parecían lógicas en su mente
agotada, no lo eran en absoluto. Su falta de descanso estaba afectando
seriamente la toma de decisiones y, por ende, el rumbo de la empresa.
Una de las decisiones más desastrosas que tomó ocurrió durante la planificación de un lanzamiento clave para un nuevo producto. Era una solución tecnológica que habíamos estado desarrollando durante meses, y el éxito del lanzamiento era crucial para la empresa. Todos estábamos emocionados. Pero Manuel, en su afán de mantenerse a la vanguardia y sin tomar un respiro, decidió adelantar la fecha del lanzamiento sin consultar a nadie.
"Si no lo hacemos ahora, la competencia
nos va a comer vivos", insistió con un tono que hacía parecer que venía de
leer un libro de estrategias militares. El problema es que el producto no
estaba listo. Faltaban pruebas, el equipo de desarrollo aún no había
solucionado algunos problemas críticos y, lo más importante, nadie había
preparado una campaña de marketing adecuada. Era como querer correr una maratón
sin haber entrenado, con el único plan de correr lo más rápido posible y
esperar no desmayarse.
Cuando lanzamos el producto, los resultados
fueron desastrosos. El sistema se caía constantemente, los clientes se quejaban
de la falta de soporte técnico y la competencia… bueno, la competencia nos
miraba desde la línea de meta mientras nosotros apenas cruzábamos el punto de
partida. La fatiga de Manuel nos había llevado a un lanzamiento prematuro y mal
ejecutado, algo que podría haberse evitado si él hubiera descansado y tomado el
tiempo necesario para pensar con claridad.
Lo que le ocurrió a Manuel es como cuando recalientas el café varias veces en el microondas. Al principio, puede que todavía tenga un sabor aceptable, pero con cada recalentada va perdiendo más y más sabor hasta que se convierte en algo imbebible. Manuel, al no descansar, recalibraba sus decisiones una y otra vez sin detenerse a reflexionar, y el resultado fue tan insatisfactorio como esa taza de café rehecha hasta el cansancio.
La fatiga hace que nuestras decisiones pierdan
calidad, como el café que pierde su aroma. Nos impide ver los detalles, nos
hace creer que soluciones rápidas pueden reemplazar procesos bien pensados, y
lo peor de todo es que nos convence de que estamos tomando las mejores
decisiones cuando, en realidad, estamos operando en piloto automático. Manuel
estaba convencido de que era más productivo trabajando 18 horas al día, cuando
lo único que hacía era apagar incendios con gasolina.
El punto de inflexión llegó cuando, después de una serie de decisiones erróneas como la del lanzamiento fallido, los resultados financieros empezaron a mostrar las consecuencias. La junta directiva llamó a Manuel a una reunión de emergencia. Durante la reunión, uno de los miembros del equipo le mostró un gráfico que revelaba cómo las decisiones impulsivas y la falta de planificación nos habían costado clientes y credibilidad. Pero Manuel estaba tan agotado que apenas podía procesar la información.
Fue entonces cuando finalmente se dio cuenta.
Se tomó una semana de descanso obligado, y en su ausencia, las cosas mejoraron.
El equipo tenía tiempo para reflexionar, para planificar adecuadamente y tomar
decisiones con la cabeza despejada. Cuando Manuel regresó, entendió que había
estado conduciendo el barco directo a una tormenta simplemente porque no se
había permitido descansar y ver la situación con perspectiva.
Lo que Manuel aprendió, y lo que cualquier líder debe recordar, es que la fatiga no solo afecta tu capacidad de trabajo, sino también la calidad de las decisiones que tomas. A veces, creemos que estar siempre presentes y disponibles nos convierte en mejores líderes o empresarios, pero la realidad es que el descanso y la desconexión son necesarios para mantener una mente clara y tomar decisiones informadas.
Un cerebro cansado funciona en piloto
automático. Toma atajos, ignora los detalles y simplifica los problemas
complejos. Y en los negocios, los problemas complejos requieren atención total
y decisiones cuidadosas. Lo que parecía una buena idea en un estado de fatiga
rara vez lo es al mirarlo con una mente descansada.
La historia de Manuel nos recuerda algo fundamental: el descanso no es un lujo, es una necesidad. En un mundo empresarial donde la presión por ser productivo y estar siempre presente es cada vez mayor, el descanso es la clave para una toma de decisiones acertada.
A veces, la mejor estrategia no es seguir
adelante sin descanso, sino saber cuándo detenerse, reflexionar y regresar con
una mente fresca. Porque, al final del día, no queremos ser como ese coche sin
frenos que sigue avanzando, solo para chocar al final del camino.